LA LECHERA
Vestida con un sencillo y gracioso vestido de color azul cielo, salió aquella mañana la lechera de su granja. Era una muchacha de cuerpo espigado y sostenía encima de su airosa cabeza en equilibrio y sin dificultad alguna, con la sola ayuda de una de sus manos, un cántaro lleno hasta el tope de tibia leche recién ordeñada.
Andaba la joven con paso ágill sobre sus pies calzados con zuecos de madera que al pisar la tierra del camino sonaban top, top, top, cuando se deslizaban por la hierba húmeda de rocío susuraban, saf, saf, saf y al llegar a las empedradas calles del pueblo cercano, repiqueteaban pic, pic, pic.
El sol, que a esas tempranas horas asomaba su rubia cabeza por el horizonte, prometía un día radiante, que convocaba a la alegría y provocaba pensamientos llenos de esperanza.
Animada, la lechera iba soñando:
-¡Estoy segura de que hoy tendré uno de esos días buenos! Y que tras él vendrán otros aún mejores y que después vendrá la dicha y riqueza....
Y así fue como imaginó después:
-Ya mismo llego al mercado; estarán todos esperando esta leche tan fresca y tan rica que llevo en mi cántaro. Y por cada cuartillo de leche que venda, recibiré una moneda a cambio.
Y quien dice un cuartillo, dice un jarro, y quien dice un jarro dice dos, y luego otro y otro, y a cada uno y a cada otro, una moneda caerá en el bolsillo de mi delantal.
De ese modo, al final de la mañana, no tendré más que un cántaro vacío, pero el delantal lleno de resonantes monedas. Y las de cobre caerán ton, ton, ton y las de plata sonarán pin, pin, pin y puede que tampoco falten las de oro, que cantarán ran, ran, ran. Ah, ¡qué feliz entonces!
Y aquellos ilusos pensamientos la llevaron, con en un sueño, a imaginar lo que vendría después:
-Sin embargo -se dijo- deberé ser muy juiciosa e invertir de inmediato mis monedas en algo provechoso; y ese algo, ¡ya sé! Con ellas compraré huevos. Sí, eso es. Un enorme cesto con un montón de huevos blancos y morenos despuestos en un blando lecho de paja.
Con el cesto volveré a mi granja y depositaré cada uno de los huevos cuidadosamente en la cálida cabaña que hay junto al granero. Y sólo me quedará esperar hasta la primavera, cuando se rompan los cascarones y docenas de polluelos nazcan a mi alrededor; puede que hasta cien polluelos me den esos huevos. Y yo cuidaré muy bien de ellos, no permitiré que los ataquen ni el astuto zorro ni la taimada comadreja, ni mucho menos la cruel hiena.
Despertaré cada mañana y lo primero que haré será echarles grano y andaré entre ellos, y ellos me rodearán, piando de alegría, que será tanta como la mía al ver tantísimos pollos. Ah, ¡qué feliz seré entonces!
Así pensó la lechera que serían las próximas semanas. Y tan ilusos pensamientos, la llevaron como en un sueño, a imaginar lo que vendría después:
-Cien pollitos, a esos cien pollitos los traeré al mercado donde todos estarán esperando mis aves carnosas y tiernas. Y venderé un pollo y luego otro y muchos más, hasta que ya no quede ni uno solo de ellos y una tras otra y más y más irán cayendo tintineantes monedas en el bolsillo de mi delantal. Entonces, entonces...., vendidos todos mis pollos, me compraré un cerdo. ¡Eso es!, un pequeño cerdito de piel suave y rosada.
Con el cerdito volveré a mi granja y lo cebaré para que crezca fuerte y gordo. Despertaré cada mañana para darle de comer bellotas y gruesas cortezas de pan, castañas y panochas de maíz. Sí ¡eso haré!, hasta que tenga la piel oscura y una gran barriga que le llegue hasta el suelo. Ah, ¡qué feliz seré entonces!
Así pensó la lechera que serían los próximos meses.
Segura de conseguir sus propósitos y contenta por el hermoso porvenir con que soñaba, siguió andando la lechera mientras imaginaba lo magnífico que sería tener a ese animal y lo que vendría después:
-Por supuesto un cerdo bien cebado y de piel reluciente valdrá una buena suma de dinero, contante y sonante. Una vez más vendré al mercado, sujetando a mi cerdo con su ronzal y lo venderé. ¡Si, señor! Lo venderé con tanta ganancia que con lo que obtenga podré comprar... ¿Qué sería entonces lo más provechoso? ¡Pues sí!, una vaca. Pero ¿que digo? No solamente una vaca, tendré lo suficiente para comprar un ternero.
Con ellos regresaré a mi granja y los pondré a resguardo en el establo. Despertaré cada mañana y les abriré la cerca para que vayan a pastar la fresca hierba que crece junto al río, y por la tarde, a su regreso, ordeñaré mi vaca, que me dará mucho más leche de la que hoy tengo, y con ella prepararé mantequilla, y queso y nata... Ah, ¡qué feliz seré entonces!
Y aun pensó feliz:
-¡Hasta podré corretear junto al terreno, todos los días, al acabar la faena!
Y tan embebida estaba la lechera en sus pensamientos que, sin darse cuenta, comenzó a apurar el paso, y como si ya estuviera en el prado retozando con el ternero, soltó una risa cristalina y empezó a corretear y a dar jubilosos saltos de algría hasta que, ¡zas!
Tropezó la lechera, el cántaro se le cayó al suelo y dió sobre la dura piedra, rompiéndose en mil pedazos, ¡crash!, y derramandose al mismo tiempo la leche.
De modo que la leche ya no se venderá ni caerían en su bolsillo las monedas y nada de nada traería después..
La lechera, desolada, viendo el cántaro partido y la leche derramada, llora su sueño perdido.